domingo, octubre 18

Hace un año

 Hace un año, a esta hora más o menos, salía del colegio con un oso de peluche gigante apretujado en una bolsa de tela de una compañera. Afuera estaban los pacos de todos los días, de toda la semana, y mis estudiantes merodeaban por la Alameda preparándose para la última evasión de la semana. Mientras me encaminaba hacia Moneda pensé que algo raro estaba pasando, que la cantidad de pacos en las calles no era normal, que el cierre de las estaciones tampoco lo era, que la rabia en los gritos de la gente en los alrededores del metro no era la de siempre. Me fui a mi casa sentada en un tren casi vacío de la línea 3, mirando por Twitter lo que estaba pasando. No entendía muy bien, pero tenía una sensación extraña, algo que se estaba gestando desde una conversación con mis compañeras ese mismo día lunes, sobre los cambios, los procesos históricos, los grandes momentos que marcan un antes y un después para la humanidad. No sabía que ese día todo cambiaría. Poco a poco todo se fue poniendo más turbio y fui sintiendo un miedo que nunca antes había sentido. Cuando declararon el toque de queda sentí que el mundo se venía abajo, que todo había perdido sentido y que de pronto me había metido a una realidad alterna idéntica a mis libros chilenos favoritos. Ya no estaba en Macul, estaba en Mapocho, la novela de la Nona, mi favorita, la que leí al menos tres veces impactada por la crueldad de los hechos, impactada porque todo eso había pasado, pero siempre desde la seguridad de un presente que, sabía (o pensaba que sabía) nunca volvería a repetir eso. Estuve más de una semana aterrada. No lograba asimilar el toque de queda a las 6, los milicos adolescentes, siempre potenciales estudiantes míos, con fusiles del porte de la mitad de su cuerpo, parados en la esquina de mi casa, llevándose a una niña que no alcanzó a entrar al condominio a la hora. Hasta ahora no logro asimilar todo eso. Creo que lloré todos los días por casi dos semanas, en una mezcla de miedo, alegría, éxtasis, terror, desesperación. Cuántas veces antes que ésta no pensé que Chile era un país de mierda que todos los días se burlaba de nosotros. Cuántas veces antes del 18 de octubre no pensé que a todos mis compañeros de colegio nos habían vendido la idea de una vida que era inaccesible para nosotros, que vivíamos en un sistema que nos drenaba la vida poco a poco -pero nunca pensé que se podía hacer algo, que se podía reclamar, que se podía gritar, y correr, y llorar, y quemar. Me criaron para quedarme callada y no hablar ni de política ni de religión, sobre todo cuando mi política y mi religión no eran la de ellos. Y ahora el país entero estaba gritando, vociferando, rugiendo contra esa política que durante décadas nos había tenido a todos sometidos. No sabía que se podía hacer eso, pero sí sabía, con creces, de lo que ellos eran capaces. Aún ahora, un año después, siento ese miedo subiendo desde mi guata y recuerdo todos los pasajes de los cientos de libros y textos que he leído en los últimos cuatro años sobre la dictadura, la violación de los derechos humanos, lo tremendo, la violencia, la biopolítica... y aún temo, porque sé que no les importa, sé lo que pueden hacer, sé que una vida menos es lo de menos para ellos, sé que para defender lo que consideran su patria harían lo indecible de nuevo. Eso es lo tremendo. Ese es el miedo. Eso es lo inasimilable. Eso es algo que nunca podré escribir ni decir. Los cuerpos, el río, la sangre, el mar, las desapariciones, la aniquilación, las vidas que no importan, las torturas. Ahora todos lo saben. Ha pasado un año y todos lo saben, y el ímpetu sigue ahí; el fuego sigue ahí más vivo quizás que en ese octubre. Fueron ustedes quienes lo encendieron todo y, a pesar del miedo que aún tengo, sé que todo, eventualmente, terminará de quemarse para volver a nacer. Y que todos nosotros volveremos a nacer también.      

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