domingo, marzo 18
#5
Las estrellas van cayendo ante mis ojos, poco a poquito, muy lento, hasta que una de ellas llega a la punta de mis pies. Por un momento tengo miedo -pienso que se van a apagar, que las he asesinado, que he matado un farolito del cielo y ahora yace sin vida a mi lado. Al instante me doy cuenta de y sonrío, inocente, por haber pensado que era mi culpa, cuando en realidad el cuerpecillo celeste que brilla junto a mí es un regalo del cielo, un recordatorio, una gotita de felicidad en esta noche de casi otoño al inicio del camino. Mantengo los ojos en el cielo, casi queriendo ir con él, con la luna que aún ausente está aquí y me hace compañía, casi queriendo quedarme en el momento por siempre. Escucho el sonido de las hojas de los árboles que rodean mi camino y siento la brisa nocturna que desordena mi pelo de noche, que hace llorar a mis ojos de lluvia, que enfría mis manos de muerta. Nunca me había sentido tan viva. Percibo el sonido del mar, un oleaje fuerte y sostenido, acompasado con los latidos de mi corazón, y sé que el agua está dentro de mí, removiéndose inquieta, jugando a la ronda, dejándose ir, cantando una canción de sal. Tras unos instantes traducidos en olas de mar y canto de árboles, sé que es hora de seguir. Aquí es donde comienza el camino. Desde aquí dirijo mis pasos hasta el final, dondequiera que eso sea, donde sea que me lleven las estrellas, hasta donde quieran llegar mis pasos. Una luz brillante y tibia se asoma en el horizonte: hacia allí es donde me dirijo.
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