Lo primero que supe de él fue que estaba a once mil kilómetros de distancia. Luego supe que escribía, y que estaba cubierto de tatuajes. Cuando nos conocimos conectamos enseguida. Tenía la sensación de que él andaba buscando algo, o que estaba escapando, o ambas. Quería perderse, pero no para encontrarse, como yo misma había aprendido a hacer después de tantas (des)ilusiones, sino para irse a la mierda, para desaparecer en los vicios muy lejos de casa, lejos de cualquier ancla, sin posibilidad alguna de volver si el miedo lo atacaba. Veía el mundo desde arriba, desde afuera, como si no estuviera en su propio cuerpo, como si éste fuera un trapo sucio y viejo que usaba para limpiar el polvo que se acumulaba en sus libros. Tenía veintiséis, pero parecía cargar un peso de sesenta años -los dolores, los corazones rotos, las distancias, los excesos, el desamor. Al recorrer sus tatuajes pensé que toda esa tinta no era más que un intento por sentir algo, por sentir la aguja arrastrándose por su piel, acallando la puntada que sentía en el pecho cada mañana al despertar, cada madrugada antes de dormir. No puedo recordar la palabra que tenía tatuada en los dedos, que cobraban sentido cuando empuñaba la mano; recuerdo, sin embargo, el momento en que me mostró las letras, y lo miré intentando decirle que lo entendía, que podía ver a través de él como si fuera una copa de cristal. No sé si me entendió, si le llegó mi mensaje, perdido como estaba en su mundo de tinta y bipolaridad.
Una vez me dijo que así se comportaban las personas cuando se sentían solas. Se refería tanto a sí mismo como a mí -interpretó mi interés en conocer gente nueva como un síntoma de soledad clínica. Pero la verdad es que yo no me sentía así. Quería conocer y vivir experiencias nuevas, y él era parte de ello. That's how it is when you're lonely, me dijo, y yo asentí, sin ánimos de discutirle, sin tener el valor de quitarle la única certeza que parecía tener -que se sentía solo, y que todo lo que hacía era para llenar los vacíos que ello le dejaba. Luego me dijo que era bueno leyendo a la gente, y que podía ver en mí una buena persona. You have a beautiful soul, dijo, mientras me miraba fijamente, como intentando leerme. Nunca se enteró que yo también lo hojeaba como un libro, y que en mi cabeza ya era un personaje. Dejé que me leyera sin oponer resistencia porque sabía que nunca más lo volvería a ver. Me queda una foto y el recuerdo de su aroma, y la vaga sensación de algo pendiente que tal vez algún día se resolverá. Un acento ligeramente australiano, mezclado con una cerveza aguada y unos cigarros de menta, y la pregunta que me hice esa mañana, mientras lo veía fumar mirando la ciudad: ¿acaso yo te traje aquí? ¿acaso yo te inventé?
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