Ahí está. La siento acercarse tras cada calada de mi cigarrillo. Camina lentamente pero con decisión. La veo llegando hacia mí desde el fin del túnel, el mismo que veía hace diez años cuando las calles eran de tierra y el mar me hablaba a susurros cada tarde después de la escuela. Pienso que esa ya no soy yo, que la niña de pelo negro y largo que carga un libro de Hesse no se parece en nada a la mujer que camina por la ciudad hablando de energías y los poderes curativos de las piedras -pero a fin de cuentas sí, somos la misma persona, existiendo en universos paralelos que casi nunca se encuentran, pero eventualmente chocan uno contra otro, arrasando con todo a su paso. Siento el calor del cigarro entre mis dedos mientras la recibo. Me saluda, un poco lejana, y aunque intento evitarla ya no hay nada que pueda hacer. Es la náusea. De repente tengo dieciséis años y estoy sentada en medio del patio de la escuela, sintiéndome fuera de mí por primera vez. Y aunque han pasado muchos ríos, a veces vuelvo a sentirme pequeñita, lejana, en otra realidad, como si todo esto no fuera para mí, como si me lo hubiera inventado, como si de un momento a otro pudiera desmoronarse si lo miro demasiado.
Es verdad lo que dicen: los escritores siempre están un poco malditos.
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