lunes, noviembre 12

Llevo mi nombre como quien lleva un disfraz. Me lo pongo, a veces, cuando la situación lo amerita, cuando hay alguien ahí afuera que quiere nombrarme. Yo no me nombro. Yo floto, etérea, en la inmensidad de ese espacio en azul en el que yazgo meditabunda, las manos en mudra, la respiración profunda. O bailo a saltitos, con un vestido floreado mientras el sol entra por la ventana, y giro y giro al ritmo de la saya. Nadie me mira. Nadie me llama. Nadie me obliga a ponerme el disfraz con la letra V. Nadie requiere mi presencia. Soy, simplemente, sin cuerpo, sin nombre, existencia pura en la nada, espíritu absoluto perdido en el todo. No, no me llamo; me despliego, infinita, una con el mar y los astros. No soy, nunca fui. Me desequilibro, despreocupada, sin que ya no importe nada. Pienso, luego existo.

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