lunes, octubre 9

#81

A veces caminaba como si sus pies tuvieran voluntad propia, sin saber realmente donde iba pero dejándose llevar por sus zapatos. Lo llamaba instinto, o voluntad del caminar. Ese día acabó llegando a un lugar de la ciudad donde nunca había estado. Era un parque muy cerca del mar; podía sentir la brisa marina cosquilleando en su piel, y el aroma de la sal llenando sus pulmones de una sensación de familiaridad que la hacía sonreír en silencio. Se quitó los zapatos cuando llegó a la arena, y pensó en sentarse a meditar. La imagen mental que tenía de sí misma era esa: una chica a pies descalzos en posición de flor de loto, meditando en medio de la arena, el césped o la nada, irradiando una luz blanquecina y muy fuerte, de sol, magia y poder. Pero en ese momento pensó que no quería sentarse, en realidad, y que prefería quedarse de pie observando el mar, el mismo que había estado allí durante todos esos años, devolviéndole pacientemente la mirada, como esperando el momento en que volviera a él -porque siempre lo hacía, y su oleaje parecía ser la única constante absoluta e infinita en su vida, y la única que necesitaba al fin y al cabo. Recordó cuando lo miraba casi desde los cerros, en tardes de invierno ni tan frías, mientras murmuraba que parecía enojado, que algo habíamos hecho mal, que vendría algo malo. Recordó algunos aromas, algunas voces. Conversaciones extrañas junto a él, con el romper de sus olas contra las rocas como banda sonora. Recordó atardeceres, y también amaneceres. La noche de año nuevo en que decidió quedarse a su lado tan solo un rato más, porque podía, porque se sentía libre junto a él. Otra noche interminable en que la aventura fue quedarse hasta el amanecer. Alguna tarde perdida de la adolescencia llegando a él casi por inercia, merodeando por las calles, cambiando el rumbo pero siempre, siempre al oeste. Días lejanos que parecían otra vida, y que a pesar de ello formaban parte de una misma historia: su historia, la de ella y el mar, ella y la magia, ella y las palabras. Todo lo demás está demás, pensó, mientras se acercaba un poco más a la orilla y tomaba una gran bocanada de aire, porque de pronto parecía no poder respirar. Le faltaba el aire, y esta vez no era la sensación de una herida abierta en su pecho, era porque estaba a punto de suceder algo, algo que nunca antes había pasado, que ni el mar podía anticipar pero que de alguna forma presentía, intuía, como todo en su vida; una intuición, una sensación hormigueante en la punta de los dedos, una afirmación absoluta pero incierta que de alguna forma u otra se desdoblaba sobre sí misma, abismándola y abismándose a la vez, perdiéndose en el agua, la espuma y la arena -y luego volviendo, como todo, como en la circularidad de la vida misma, como las olas volvían a la orilla y el sol volvía al mar cada atardecer. Sintió el cosquilleo del agua abrazando sus pies, y volvió a sonreír. Sintió que volvía a casa. Que había viajado durante siglos, y que en ese momento estaba allí, que volvía. No se sentía segura, ni refugida; se sentía libre, parte del mar, parte del aire, parte de sí misma, del frío, la brisa, el sol, el mar. Sus pies la habían llevado a ese lugar por un motivo, y era ese: sentir que estaba en casa, que estaba en sí misma, que su hogar era el mar, que era ella, el mar que siempre había estado allí y siempre lo estaría, aunque pasaran siglos, aunque pasaran kilómetros. Cada momento de su vida hasta entonces la había llevado a ese instante perdido en el parque a la orilla de la playa, lo supo entonces. Y agradeció silenciosamente por todo lo vivido, y decidió dejarlo ir con la próxima ola, como en un mensaje en una botella imaginaria que se perdería en la eternidad. El océano sabría qué hacer, como siempre, y luego le diría todo en un sueño, muy bajito, casi de forma incomprensible, para que su intuición la guiara siempre, y siempre la llevaría hasta él, hasta el instante infinito del azul y la sal.

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