miércoles, octubre 4

#76

Aunque amo a mis personajes, durante los últimos diez años he vivido con miedo a transformarme en ellos. En ella, en realidad, la que ha protagonizado mis historias y relatos durante todo este ciclo que está a punto de terminar con la llegada de Júpiter. Ella, la que en cada escena está esperando la mirada del chico lejano, el de la biblioteca, el del parque, el de la facultad, el que observa silenciosa entre lecturas y ensoñaciones. La niña que quiere ser salvada y llevada a otros universos de la mano, la niña que necesita al desconocido de la moto y los cigarros y los libros para poder ser libre. Ella, sobre todo. La estudiante de medicina de veintitrés años que no tiene motivación alguna por la vida. Tenía miedo de llegar a los veintitrés por ella, por Catherine -que así se llama, y que me perdonen todos los que están contenidos en ese nombre a través de su inicial-, porque lo deja todo, lo manda todo a la mierda después de conocerlo a él, al que siempre se va y le deja un libro misterioso y una postal con una frase cursi. Quería que los veintitrés se pasaran rápido para no vivirlos, para dejarlos ir  y listo, tener veinticuatro y y no haberlo dejado todo. Pero aquí estoy: soy ella, la desconocida que tomo el auto y se fue a la mierda para buscarse a sí misma. A mí me bastó el mar y la gente, la Costa y las caminatas, la soledad y las risas compartidas. Y el desconocido de la moto fue quien me os lo esperaba, quien más conocía, quien más me conocía, el más cercano de todos; y ahora finalmente es eso, un desconocido que me conoce mucho, pero no lo conozco ya. Estoy a punto de cumplir los veinticuatro y puedo afirmar un par de cosas: soy de escritura profética y es hora de asumirlo, el metro es el mejor lugar para escribir revelaciones, y aunque a él ya no lo conozco más y acabó siendo el perfecto desconocido después de haber sido tanto y casi todo, ya no soy una desconocida para mí misma. El tomo dos de mi novela está a punto de comenzar.

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