Él la observó a través de sus pestañas oscuras, revolviendo distraídamente su cabello igualmente oscuro. Lo miraba como si no hubiese nadie más en el lugar, como si de repente se hubiese detenido el tiempo y ya no existiera nada más en ese momento, esa hora, ese frío. Se vio a sí mismo frente a una chimenea, refugiándose de ese frío seco y despiadado, escuchando su suave voz al repasar con timidez un poema de Emily Dickinson (Dame el ocaso en una copa, enumérame los frascos de la mañana y dime cuánto hay de rocío...); se vio a sí mismo contemplando su sonrisa, repasando con la punta de los dedos las líneas de su mano, de su rostro, de sus labios. Se vio a sí mismo acercándose, reflejado en sus ojos chocolate, apartando con una mano temblorosa los mechones rebeldes de cabello que le caían sobre la frente; se vio sonriéndole mientras ella se sonrojaba, contemplando embelesado el súbito brillo que se apoderaba de sus ojos al escuchar el sonido de su voz.
Como en las películas, el resto desapareció y el mundo entero se detuvo a mirarlos, solo a ellos, a los que se miraban de esa manera en medio de las kalendas julias. Sintió que algo remecía el piso, el espíritu, el alma, el subconsciente, mientras sus pasos se acercaban y la fila del almuerzo los miraba a través de ese muro transparente que se había erigido de pronto entre la nada absurda de los que esperan y ellos -¿y qué saben los que esperan de chimeneas, de ojos brillantes, de sonrisas tímidas, de ojos oscuros, de magia? ¿Qué sabe el mundo de esa sonrisa clara que ilumina el día gris del de los ojos oscuros, de esa voz algo infantil que con una frase azarosa cambia la semana entera de la del cabello castaño? ¿Qué saben de ese lugarcito metafísico que surge tras el roce de una mano, y lo inexplicable de aquello que no se dice?
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