He tenido un día de mierda, uno de esos días en que todo
sale mal y sientes que el mundo ha confabulado para estar en tu contra. He
estado en el estudio desde las ocho de la mañana intentando grabar algo
decente, intentando crear una canción nueva que sea lo suficientemente buena
–intentando no golpear a Harry o Liam, que parecen estar especialmente
irritables (como yo). Mi voz dejó de funcionar bien justo después del receso de
media hora que nos dimos para almorzar, y no he podido acertar a ninguna nota
alta hasta ahora, que son casi las siete de la tarde. Los tipos del estudio no
se rinden y pretenden que de aquí a una hora más logremos grabar algo, pero sé
que eso no pasará porque cada uno de nosotros quiere mandar todo a la mierda y
simplemente ir a casa. Amo mi trabajo, en serio lo amo, pero hay días como
estos en que todos sabemos que debimos habernos quedado en la cama y esperar a
que sea mañana. No me puedo quejar, sin embargo. Trabajo más horas diarias de
las que cualquier trabajador normal podría soportar, pero es lo que amo, es lo
que siempre quise hacer. No, no me quejo. Ha sido lo mejor que me ha pasado en
la vida, es solo que… a veces hay días malos, como hoy. Pero –debo decir- los
días malos son pocos y fácilmente opacados, claro está, por los días buenos. Lo
peor de las cosas malas es que te joden de verdad, se meten en tu cabeza y no
salen con mucha facilidad de allí. Cuando pasa algo bueno, por lo general lo
aceptamos agradecidos y lo dejamos pasar casi inmediatamente; sin embargo,
cuando pasa algo malo tu cerebro se encarga de recordártelo constantemente,
para que no se te olvide, para que jamás llegues a creer que en la vida todo es
sensacional.
Solo quiero llegar a casa. Liam se las arregló para que
siguiéramos grabando mañana y consiguió sacarnos del estudio antes de las ocho.
Nunca había notado lo lejos que está mi casa del estudio, o lo mucho que tarda
en cambiar la luz roja en los semáforos de las avenidas. Lo único que quiero es
llegar a casa, tomar algo… Espero que ella esté bien, que no se haya alargado
su jornada, que su día haya sido mejor que el mío. Lo mejor de los días de
mierda es tener la certeza de que al llegar
ella va a estar allí, que cuando la salude me mirará con esa sonrisa que
ilumina toda la casa y me abrazará de esa manera tan suya, como de niña
pequeña, como si no la hubiera visto en meses. Casi puedo sentir el aroma de su
cabello, la suavidad de sus manos acariciando mi cara, su perfume impregnando
mi ropa, la tela de su pijama –porque aunque apenas sean las ocho, si llegó del
trabajo ya debe haberse cambiado-; casi puedo escuchar su voz preguntándome si
quiero comida casera o que ordenemos algo por teléfono, o cuando reta al gato
porque se subió a la mesa de la cocina y odia que sus patitas queden marcadas
en el mantel. Le diré que cocinemos algo nuevo, o que me enseñe esa receta de
su mamá que guarda con tanto recelo en la mesita de noche; y si está muy
cansada, prepararé algún tipo de pasta rápida, se la llevaré a la cama y si no
se queda dormida le diré que veamos alguna de las miles de películas que tiene
en el armario. Ella es lo mejor de mis días –buenos o malos, siempre. Me gusta
llegar a casa si está ella. Si no está, me gusta aún más ir a buscarla al
trabajo, cuando no tengo grabación o ningún tipo de compromiso. A veces la
sorprendo con alguna canción en el auto, o su hamburguesa preferida –nunca flores,
porque dice que no le gusta que mueran y se pierda su belleza. No sé qué haría
sin ella. Ya me creé esta vida a su lado, no soportaría perderla por ningún
motivo. Y es que me veo a su lado hasta el fin de nuestros días, cuando apenas
podamos movernos, cuando solo podamos mirarnos a los ojos y estar el uno al
lado del otro. Me he vuelto insoportablemente cursi, lo sé, pero… eso es lo que
hace el amor, ¿no?, te vuelve loco, te cambia, te encierra en una burbujita
rosa y elimina a todas las personas a tu alrededor. Y yo la amo.
-Cariño, ¿estás en casa?
Cierro la puerta tras de mí y dejo las llaves en la mesa que
está junto a la entrada, donde siempre. Mientras me dirijo a la cocina escucho
el sonido de sus pasos desde nuestro cuarto, al final del pasillo; saco de la
alacena el vino tinto que guardamos allí la Navidad pasada y un par de copas de
cristal. No le pediré que me enseñe la receta, esta vez cocinaré yo.
Estoy de espaldas, buscando pasta en un mueble, cuando llega
a mi lado, pero la siento por el aroma de su cabello que se desprende por toda
la cocina. Me abraza por la cintura y dice mi nombre en un susurro, luego de un
‘hola’ cansado que interpreto como la prueba de que tuvo un día de mierda, tal
como yo.
-¿Mal día, amor? –pregunto, volteándome para estrecharla
entre mis brazos y besar su frente. Se ve agotada, pero igual de hermosa que
siempre. Tiene puesto el pijama, por supuesto, y el cabello sujeto en esa
trenza que se hace cuando se baña después de las siete.
-Pésimo –dice, sonriendo un poco- ¿Qué tal el tuyo, cariño?
-Horrible –ella se ríe-, pero mañana es sábado, tú no
trabajas y yo debo ir al estudio después de almuerzo, entonces…
-¿Qué estás planeando?
-Bueno, podríamos tomar un par de copas de vino…
-¿Y es pasta lo que estás buscando? –pregunta, curiosa,
poniéndose de puntillas para ver lo que estoy sacando del mueble.
-Exactamente, cariño. Ahora ve a la cama y te llevaré en
unos minutos la comida.
Ella me quita la pasta de la mano, me golpea suavemente con
ella y la deja junto a la cocina.
-Y después vendré a ayudarte con la cocina –termino por
ella, dándole un beso corto en los labios.
Cuando vuelvo a la cocina, la encuentro picando los
ingredientes para la salsa y me dispongo a preparar la pasta. Ella me sonríe y
me da un beso en la mejilla. Las copas de vino están servidas en la mesa, y al
parecer el gato está durmiendo –o salió por ahí- porque no lo escucho maullar.
Si tuve un día de mierda, ya no me acuerdo, de verdad que no. Estar preparando
la cena con ella, en pijamas, con el canal de viajes de fondo en la televisión
del cuarto, es el mejor final del día que puedo tener.
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